Esperemos de la integridad de las personas que han sido designadas que, en esta ocasión, actúen con arreglo a la ley
Pascual Ortuño Jurista
El desprestigio de los altos órganos judiciales de nuestro estado de derecho ha ido calando en la ciudadanía en los últimos tiempos. El irresponsable bloqueo del necesario consenso parlamentario para la renovación del Consejo General
del Poder Judicial ha erosionado la democracia española con mayor intensidad que otros acontecimientos que la han sacudido recientemente, como el desafío independentista que protagonizaron las instituciones catalanas, los ocultos negocios del rey emérito o la espiral de las imputaciones por corrupción de la clase política que monopolizan los titulares de las redes sociales y los medios de comunicación.
La solidez y el prestigio de la Justicia es la garantía básica con la que la ciudadanía cuenta para sentirse protegida por las instituciones del Estado. Cuando se desmorona esta confianza se deteriora el sistema político y se desvanece la seguridad jurídica. Sin la exigencia del respeto a la ley, igual para todos, sin favoritismos y sin interferencias de los agentes políticos, no es posible ver con optimismo el futuro de la democracia en España.
Tengo la percepción de que muchos conciudadanos que hace cincuenta años vivimos con esperanza la transición a la democracia desde la dictadura, estamos perplejos por lo que nos está pasando. No damos crédito a que se desmorone lo construido con tanto esfuerzo como consecuencia de unas larvadas guerras fratricidas que subyacen en el comportamiento de la clase política de nuestro país.
Somos capaces de soportar con estoicismo los desastres de la naturaleza, como ocurrió con el azote de la pandemia, con la erupción del volcán de la isla de La
Palma, o el impacto de la irrupción de la ultraderecha entre una juventud decepcionada por la crisis del sistema democrático. Vivimos con preocupación la deriva a la que nos conduce la ineptitud, la falta de sentido de Estado y la mediocridad de una buena parte de nuestros representantes en las instituciones políticas. ¿Qué imagen se está ofreciendo a las futuras generaciones?
El último episodio ha sido el reparto por cuotas de las vocalías del CGPJ entre los dos partidos mayoritarios. Así, mientras el PSOE y el PP se sentaban en una mesa de negociación, bajo la mirada de la comisaria de justicia de la UE, han vuelto a repartirse amigablemente las vocalías del órgano rector de la administración de justicia en España.
La mayor parte de los titulares de prensa han celebrado este peculiar y tardío consenso que, a decir verdad, supone un parche en la quiebra del sistema, pero sin dar solución, ni a medio ni a largo plazo, al problema de fondo. Por supuesto, sin que ello suponga ninguna crítica a la valía y prestigio de los jueces y juristas escogidos por los dos negociadores.
Si alguna cosa buena ha tenido esta prolongada crisis constitucional -que lo dudo-, es que ha puesto de relieve que los nombramientos para tan altas
magistraturas del Estado no pueden ser objeto de intercambio de cromos entre los dos partidos mayoritarios. Se ha olvidado, una vez más -y ahí radica el origen del problema- que la Constitución señala, y debe ser un requisito insoslayable, que estos cargos recaigan en personas que reúnan las condiciones esenciales de igualdad, mérito y capacidad para el desempeño de tan importantes responsabilidades, con absoluta independencia, y sin interferencias políticas. Esto es lo que se pretendió por los legisladores constitucionales, ha dicho el Consejo de Europa, la Comisión de Venecia, y la Unión Europea.
Pero no hacía falta que se nos recordara desde el ámbito internacional. Lo que dice el ordenamiento jurídico español es suficiente: las personas que sean designadas para ocupar las plazas del CGPJ han de ser elegidas por mitades entre el congreso y por el senado. Esto claramente quiere decir que los candidatos se han de someter al escrutinio de la soberanía popular representada por todos los parlamentarios. No que “nos los repartamos usted y yo” los puestos a cubrir, en torno a una mesa camilla.
Las previsiones constitucionales, son claras: todos los jueces en activo tienen derecho a elevar al parlamento una propuesta con, al menos, tres personas por plaza vacante; y todos los partidos políticos con representación parlamentaria tienen la posibilidad de proponer a otros ocho candidatos entre juristas de reconocido prestigio. A partir de que estas propuestas se hagan públicas, toda la ciudadanía tiene derecho a conocer a quién propone cada partido, por qué, qué trayectoria profesional tiene, qué capacidades y méritos ha acumulado para desempeñar estos cargos y, esencialmente, qué garantías tiene de que desempeñarán el cargo, cada uno de ellos con responsabilidad e independencia respecto del partido político que los ha propuesto.
En esta ocasión, a pesar del regocijo por el fin del bloqueo, de nuevo el mecanismo legal no se ha respetado, y se ha vuelto a olvidar que únicamente cumpliendo la ley estrictamente se prestigiará el órgano de administración de la justicia que, posteriormente, tiene la alta misión de designar a las altas magistraturas del Tribunal Constitucional, del Tribunal Supremo y de las presidencias de los Tribunales de Justicia y de las Audiencias Provinciales.
Lamentablemente, después de más de cinco años de bloqueo, nos enteramos de nuevo por la prensa que se ha vuelto al sistema de reparto por cuotas entre los partidos políticos mayoritarios que han designado para estos puestos vacantes a las personas que han tenido por conveniente, con notorio menosprecio de las competencias de los congresistas y senadores que son quiénes, en nombre de la ciudadanía -no lo olvidemos- tienen la facultad de elegir a las personas más adecuadas para ejercer esta función. Con el sistema empleado nuestros parlamentarios no tendrán otra opción que la de bendecir lo que los negociadores han decidido por razones que no han explicado, puesto que ni siquiera se han guardado las formas ni se han esperado a sus comparecencias en el parlamento.
El siguiente capítulo que nos espera es el de la elección de la persona que presidirá el CGPJ y, en consecuencia, el Tribunal Supremo. Según dispone la ley, una vez nombrados, son los vocales quiénes, en votación secreta, tienen que hacer la designación. Hasta ahora no ha sido así. Recordemos la rueda de prensa del presidente Rodríguez Zapatero anunciando que sería D. Carlos Dívar quien ocuparía la presidencia, en aquel lejano consejo, antes incluso de que los vocales fueran nombrados. Otro tanto hizo Mariano Rajoy con Carlos Lesmes.
Esperemos de la integridad de las personas que han sido designadas que, en esta ocasión, actúen con arreglo a la ley, pese a que los tejedores del pacto han adjudicado ya una plaza vacante del Tribunal Constitucional a la persona que va a ocupar este puesto. Es un mal comienzo, salvando la honorabilidad y prestigio de la persona designada, puesto que después de los cinco años de bloqueo se tienen que cubrir más de cien puestos vacantes en los diversos órganos, incluidas las presidencias de los tribunales de justicia.
Esperemos también que no sea un obstáculo insalvable la exigencia del voto cualificado de los tres quintos de los vocales para los importantes nombramientos que se esperan, puesto que el virus de la confrontación cainita instalada en el seno de los partidos políticos no haga fracasar con nuevos bloqueos las expectativas que se han generado tras su designación. En este sentido debemos dar un voto de confianza a los electos, por cuanto gozan de una alta capacidad técnica. En verdad he de decir que casi todas las personas que van a integrar el CGPJ, por mi conocimiento directo de las mismas, tienen un alto prestigio técnico que, junto con el perfil humano que les caracteriza, auguran un ejercicio responsable de su función. Ojalá no nos defrauden.
Tal vez lo más importante es que se atine en las reformas legales que se han comprometido a acometer en la legislación orgánica del poder judicial; y lo más urgente en el ámbito del sistema de justicia, es que se culmine de una vez la tramitación de los proyectos de ley pendientes de aprobación, entre los que no admiten más demora los de eficiencia organizativa y procesal, con el impulso a los MASC (medios alternativos y complementarios a la justicia adversarial) que permitirán una mayor calidad en el servicio público de la justicia, y el del derecho de defensa. Todos ellos necesitan el consenso amplio de todas las fuerzas políticas.
Hay que volver a lo que decía en la constitución de 1978 antes de que el PSOE de González y Guerra asesinaran a Montesquieu en 1985