Había entrado en todas las puertas, visitado a todos los amigos. Huyendo de mí mismo conocía la soledad de todos los vecinos. La jovialidad, la alegría, era una muesca de teatro malo, una razón de cortesía. Intruso impenitente, cansado de la búsqueda de lo mío que me hacía cada vez más extranjero, harto de ser bien recibido –lo cual evidenciaba que venía de afuera- un día decidí dejar de andar de puerta en puerta.
Fue así como me encerré en mi casa, esperando que llegara la compañía de los demás, la mano cariñosa que te acaricia, la voz amable gastada por los años que te habla cálidamente. El dolor de otros. Empecé por acomodar la casa , vacía y desordenada de tanta ausencia. Todo debía ofrecer un toque hogareño, bien estudiado. Quien llegara debería encontrarse a gusto. A veces resulta difícil dar un aire de naturalidad a lo que tanto tiempo se medita, pero creo que al final lo conseguí. Fue largo, ni demasiado orden que reflejara –me parecía- una mente neurótica, una sensación de frialdad; ni demasiado descuido, que daría la impresión de un cierto desdén por la vida.
Así ocupé las primeras semanas de mi voluntario encierro, casi sin percatarme de que en todo aquel tiempo aún no había venido nadie. No me desanimé. Cualquier visita hasta entonces hubiera sido sin duda prematura. Me dispuse, pues -tranquilamente- a esperar.
A continuación fueron los libros. Leí primero los viejos textos empezados y nunca acabados, de temas tan vastos y variados como mi presupuesto y mi dispersión intelectual me habían permitido. Me enteré de cómo había acabado la crisis alemana de 1919, y de las diversas capas de la corteza terrestre. Hegel reapareció en una edición de bolsillo, y la genealogía indoeuropea de la palabra Vater, Pater, Pére, Father fue debidamente recompuesta en unos viejos apuntes de filología. La Vida del Buscón llamado Pablos y la historia del concilio de Éfeso también pasaron a formar parte por aquella época de mi renaciente cultura. En todo aquel tiempo tampoco llegó nadie.
La curiosidad y la larga espera me animaron a seguir con la lectura de lo que hubiera debido ser la cultura de los demás. De esta manera fue como empecé a desordenar cajones, desempolvar estanterías a la búsqueda de los restos intelectuales de los que antaño habían vivido conmigo. Un tratado de quiromancia, las obras completas de Paracelso y un método de ruso del que el uso y el tiempo habían hecho desaparecer las ocho primeras lecciones, fueron algunas de las lecturas que acompañaron mi soledad.
Lo último que leí fue un diccionario, hasta la Ñ. La insatisfacción que me produjo la escueta definición de la palabra ñandú, el animal más alegre de cualquier diccionario, estuvo a punto de quebrar mi voluntad. Porque nadie había venido aún a picar a mi puerta.
El desorden, el polvo se habían ido adueñando poco a poco de la casa. Una humedad verdosa formaba manchones -cada vez más grandes- en las paredes. Pero ya no me importaba. La magnitud de los problemas abordados en aquella monótona sucesión de páginas y días me habían hecho olvidar mis primeras preocupaciones domésticas. Ya nada de lo que me rodeaba podía ocuparme en la espera. Estaba definitivamente solo.
Me tumbé y fui leyendo en las paredes el rastro de las horas, de los días. El papel se fue cayendo, despegando, marcando así el paso de las estaciones, o quizás de los años. Las manchas -ahora renegridas- de la humedad se recubrían imperceptiblemente de un musgo blanquecino. Pero yo podía descubrir la aparición de cada nuevo hongo. Fui identificando otros seres vivos que habitan en los rincones junto a la especie humana, iban y venían del silencio, en silencio, tomando confianza. No los sentía ni distintos ni distantes de mí. Tomaban cuerpo en mí, mientras yo olvidaba el por qué de mi soledad.
Entonces fue cuando ocurrió.
Alguien venía a verme. Oía ruidos, lejanos primero, como de gente que sube la escalera, claros y perceptibles luego -un inconfundible toque de nudillos en la puerta- enseguida fuertes, duros, amenazantes. Un estruendo. Reaccioné, quise levantarme para abrir, para protestar, la puerta iba a ceder. Y ese fue el preciso momento en que todo se derrumbó, se desvaneció. Y yo comprendí todo lo que había pasado.
Esto es lo último que recuerdo. Los obreros del cementerio estaban vaciando un nicho para pobres, mi nicho. Me desahuciaban. Luego no sé cuánto tiempo pasó, ni dónde.
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