Siempre defendí que me llamo boina, y no txapela como muchos me quieren llamar. Cierto que me hizo un vasco, pero me hizo humilde boina de pueblo y no elegante txapela, y me enorgullezco de pertenecer a ese género que cubre cabezas de campesinos en media península desde tiempos inmemoriales. La boina también llegó a los bajos fondos y a la mina, aunque ya no. Hace tiempo que cubro la cabeza de un personaje
extraño, pendenciero y retador. Pero también tiene a veces buenos pensamientos y emociones, que detecto fácilmente desde el pedestal de su testa. El pelo se le fue clareando, y luego tirando a calvo, pero yo siempre me ajusté bien a su moldura, ladeada con chulería cuando conviene, o calada hasta las cejas cuando llueve.
Mi amo no me trató bien, lo digo en pasado porque tiempo ha que llevamos vidas distintas aunque muy a mi pesar paralelas. No ha sido un buen dueño pero yo le cogí cariño; le cubrí la cabeza con elegancia y el me dio prestancia, estilo y visión de la vida desde la atalaya de su cabezota, sobresaliendo en altura sobre la media. Borsalinos, panamás, bonetes y tricornios al pasar me miran con envidia pues siendo más famosos y apreciados que una servidora, rara vez viajan a mi altura.
Nunca acertó cuando me tiraba con desdén al perchero –cual si fuera Bogart– desde la puerta de cualquier tugurio, y al suelo me iba yo, como tantas veces caí
al piso mugriento de los bares y tabernas que frecuentaba. Siempre hubo una mano amiga que me recogía, pero no era la suya. Sucia, vacía, pisada, así regresaba yo triste corona de sus francachelas, pero al menos regresaba. Me acongojaba que me olvidara en la repisa del autobús, en la barra de un bar o en cualquier parte, y las pocas veces que esto ocurrió siempre volvió rápido a por mí, yo diría que hasta compungido. Por lo demás nunca se ocupó de mí, otras manos me limpiaron, arreglaron y adecentaron, y si me conservo en buen estado después de tantos años es sin duda por la excelente calidad de mi paño, tejido en los mejores telares guipuzcoanos.
Pero un día ocurrió lo que se veía venir, a duras penas me sostenía yo sobre su testa mientras corrían golpes y mandobles, hasta que sacó la faca y le asestó un golpe mortal a su contrincante, el golpe fue tan contundente que repercutió conmigo en el suelo mientras mi amo huía a toda velocidad, dejándome tirada en el callejón. Esta vez no vuelve, pensé yo, los que si aparecieron fueron policías, investigadores y forenses. Cerca de mí corría la sangre del finado, pero por suerte no me tocó, porque la sangre se limpia muy mal. Recojan esa boina, oí que decía alguien.
–Inspector, ya lo tengo, el sospechoso es un tal Elósegui, guipuzcoano,
–Hay que ser tonto, pero tonto, tonto. Esa es la marca del fabricante, idiota, no se puede trabajar con becarios que no vieron una boina en su vida. Hala! métela en una bolsa y que la lleven a la científica, pelos, restos biológicos, todo. Esa boina nos va a dar la identidad del sospechoso.
–¿Y si la boina pertenece al muerto?
–¡Pero que voy a hacer contigo! ¿No ves al fiambre con su gorra puesta? ¿O es que en los partidos de béisbol que tu ves llevan boina encima de la gorra?
Fue así como contra mi voluntad me convertí en testigo de cargo. Lo pasé mal, no desde el punto de vista moral, al que las boinas somos totalmente ajenas, sino desde un aspecto puramente físico. Me cortaron fibras del tejido, me metieron en sofisticados aparatos para encontrar ADN, supongo que el del amo, porque las boinas no tenemos, me escudriñaron con el microscopio y me devolvieron a la estantería donde se almacenaban las pruebas: ganzúas, estiletes, pistolas, navajas, en fin, lo normal en estos casos, y yo, un boina de pueblo convertida en prueba.
Llegó el día del juicio y volví a encontrarme con mi amo, aunque en distintas posiciones, él en la silla de los acusados, yo en la mesa del juez primero y luego rondando por aquí y por allá. Me sacaron de la bolsa de plástico, me enseñaron a fiscales, abogados, testigos y ujieres. Incluso vino un perito en boinas con una cinta métrica que tras varias mediciones –por unos momentos volví a la cabeza de mi dueño– determinó que yo pertenecía al acusado, lo que afirmó, según dijo, indubitablemente. Eso ya lo sabía, pero afirmarlo así me pareció un poco exagerado, era como decir que desde el momento de mi confección estaba predestinada a coronar el cabezón del futuro condenado, porque la sentencia ya estaba clara. A mí, verdaderamente, esta idea de la predestinación me pareció una presunción muy poco adecuada para un juicio, pero en fin, no sería la primera vez.
Mandó el juez levantar la sesión no sin antes conceder la palabra al acusado. Sus palabras me emocionaron, pues con todo respeto le pidió al juez que le devolviera la boina que tanto le había acompañado. Y el juez, en vez de decirle lo que realmente pensaba y que yo capté directamente pues estaba justo en su mesa, eran palabras gruesas impropias de un magistrado, le dijo que si la ley de procedimiento criminal, que si la normativa para la custodia de pruebas, que si se podía comprar otra, etc. o sea que no. A mí me devolvieron a la estantería de objetos olvidados, y ahí sigo
Las cabezotas que viven y caminan debajo de nosotros, los sombreros del mundo, han utilizado todo tipo de utensilios domésticos para sus reyertas y crímenes: martillos, cuchillos, tenedores, vasos y copas (para envenenamientos) bañeras, secadores de pelo, corbatas y medias (para estrangulamientos), aceite hirviendo, cerillas, gas, cocina completa (incendios) jarrones, sartenes, candelabros y cualquier objeto contundente, cuya extensa relación no viene al caso. Pero NUNCA, NUNCA, utilizaron una BOINA para sus asesinatos.
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