Una de las violencias más perniciosas y silentes es la de vivir y convivir con el convencimiento de que un sexo es superior a otro, pues da lugar al consentimiento ya que, como dice Amelia Valcárcel en el prólogo del libro "Nadie nace en el cuerpo equivocado": "…No es el sexo, sino las normas que le aseguraban su puesto…"
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Hasta hace muy pocos años, al menos en este país, estaba autorizada y bien vista la arrogancia con la que los hombres trataban a su esposa e hijos, «su propiedad», y las mentes femeninas se vieron obligadas a aceptar esa forma de vida como la única, cuando no como la correcta, hasta el punto de que su única opción era cumplir con las «obligaciones de mujer», incluso en el lecho conyugal o, de lo contrario, asumir que la sociedad las calificaría como una especie de desecho sin más futuro que cuidar de su prole yendo de mano en mano.
Aunque los años setenta del siglo pasado trajeron muchos cambios y una gran revolución femenina, que tomó forma en los ochenta y noventa para continuar modelándose en la actualidad, hay algo que es preciso tener en cuenta: las mujeres actuales somos herederas directas de un patriarcado feroz y autoritario y nuestras mentes no están limpias de aquellas vivencias de modo que, en ocasiones, sin darnos cuenta, actuamos en base a ellas. Para conseguir un cambio social auténtico es imprescindible que nos pongamos manos a la obra con nosotras mismas, que nos observemos y «re-evolucionemos», que tomemos conciencia de algunos comportamientos individuales que llevamos a cabo en privado y que pudieran contradecirse con lo que pedimos a voces en la calle.
Claro que tendremos que seguir señalando conductas machistas que ya no tienen cabida en la sociedad y levantar la voz cada vez que no se respeten nuestros derechos y alzar un grito de clamor cuando, desgraciadamente, se vuelva a asesinar a una mujer por el hecho de ser mujer; pero es absolutamente necesario que nos autoobservemos para evitar que, a consecuencia de un fatal legado, día tras día ejecutemos inconscientemente actos que alimenten la violencia de la jerarquía, dificultando, con ello, la construcción del mundo que tanto tiempo llevamos edificando.
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