José Ramón González Parada
Después de entrar en la mar, no volvimos a la costa contra lo esperado. La tierra se iba haciendo cada vez más pequeña, hasta que desapareció, y yo me vi envuelto totalmente por el agua, siempre en el centro. Una sensación nueva, el sol se ponía, las estrellas flotaban sobre nosotros, y nuevamente salía lleno de color. El viejo armó su tenderete en la misma barca y allí ponía a secar lo que pescaba. A medida que pasaban los días también variaban los peces, algunos me sabían incluso bien. Bebíamos el agua que caía del cielo, y para cuando no llovía, que eran bastantes días, el viejo tenía suficiente en unas garrafas que alcanzaba para los dos. La barca iba a su aire, el viejo decía a la deriva, pero de cuando en cuando le susurraba algo y entonces la barca tomaba el rumbo que el pescador quería, aunque yo nunca comprendí cual era la razón de ir a una u otra parte, pues la mar me parecía siempre la misma, y el viejo nunca me la explicó.
Una noche de luna aullaba yo más por costumbre y para deleite del viejo pescador que por esperar respuesta alguna a mis aullidos, cuando de pronto una masa enorme y gris emergió del mar lanzando al aire un gran chorro de agua y emitiendo un sonido gutural, emocionante. ¡La ballena te escuchó, me grito el viejo, la ballena habla contigo! Así me enteré yo, como tantas veces me había pasado en mi lobuna vida, de la existencias de las ballenas. El viejo, convencido de que hablaba con la ballena ¡que va a ser casi me dio un susto de muerte!, siguió con su perorata hablándome del mundo de las ballenas, relacionándolo con la vida de los lobos, de los pescadores y otro montón de cosas de las que no puedo acordarme, pues ya dormitaba.
Al amanecer la barca apenas se movía, la mar era una mancha negra y viscosa que la atrapaba como una red invisible. A lo lejos un barco ardía en el mar, cosa que me extrañó muchísimo, pues nunca había visto que nada ardiera en el agua. Sabía de cuando vivía en el monte que los humanos apagaban sus fogatas con agua, dando un olor que me ayudaba muchísimo para evitarlos. El viejo se despertó alarmado, inmediatamente agarró los remos, cosa que nunca había hecho hasta entonces, y remó, remó y remó hasta que la barca volvió a mecerse en suaves olas azules. Luego se tiró al agua y se pasó un gran rato limpiando aquella pasta negra y viscosa que se había pegado al casco, musitando no se qué disculpas a la barca.
Cuando por fin subió a bordo, tendido de cansancio, ví como le salía agua de los ojos. Movido por la curiosidad me atreví a lamer aquella agua bastante salobre. Se ve que con el largo baño le había entrado agua en el cuerpo y ahora le salía por los ojos. Lejos de llamarme la atención por mi atrevimiento el viejo me acariciaba suavemente la cabeza. Fue la primera vez que nos tocamos.
Pasaron un par de días en los que el viejo andaba pensativo, sin hablar conmigo ni con la barca que iba a su aire, hasta que por fin una mañana se levantó y me dijo que ya era hora de buscar un lugar en tierra. A continuación palmoteando la madera de la borda susurró a la barca, como había hecho otras veces. De repente la barca subió como un pájaro abandonando el agua que se desplazaba a gran velocidad hacia donde sale el sol, mientras nosotros quedábamos como quietos, suspendidos en el aire. Si subiéramos más serías el primer lobo en ver que la tierra es redonda, pero no podemos subir demasiado, porque allá arriba hace mucho frío y nos faltaría el aire. Cómo va a ser redonda la tierra, pensé yo, el agua de los ríos se va siempre pendiente abajo, y si la tierra fuera redonda el agua del mar en lugar de ir marcha atrás, como va ahora, se caería por los costados.
Aquel volar por encima del mar mientras el agua se desplazaba a gran velocidad hacia atrás fue emocionante. Vimos islas que se desplazaban con el mar hasta desaparecer en el horizonte, vimos montañas blancas como de nieve que flotaban en el agua y acababan también desapareciendo, vimos pájaros que nunca lograban alcanzarnos, y sentimos que cada vez hacía más frío. Al atardecer cuando a nuestra espalda caía ya la noche, una cordillera de montañas nevadas apareció enfrente entre un sol rojo y nosotros. Hemos llegado, dijo el viejo.
La barca descendió suavemente sobre las olas, que habían dejado por fin de correr hacia atrás, y se fue acercando a la orilla mientras oscurecía. Estábamos tan cerca que ya se adivinaban los bosques, los matorrales y las cumbres blanquecinas por la nieve; me recordaban las peñas blancas de roca caliza de los montes donde había vivido tras salir del refugio, pero no tenían nada que ver. Era el olor lo que lo hacía diferente. Se me estremecían las patas y se me agitaba la respiración de la emoción, presentía de nuevo la vida salvaje en las montañas para la que estaba totalmente preparado, primero fue un lobo viejo en el monte, luego este viejo lobo de mar de mirada atenta y brillante. Se hizo de noche y las estrellas poco a poco fueron ocupando su lugar, aunque yo noté bastantes cambios respecto a otras noches despejadas, pues los lobos somos buenos observadores del firmamento. ¡Cuántas novedades había conocido gracias al viejo! El fuego en el agua, el agua negra y viscosa, ballenas que hablan a los lobos, estrellas que cambian de lugar, y que la tierra era redonda, quizá ahora que lo pienso pudiera ser verdad, desde luego no sería la cosa más extraña que habría visto. Mirando las estrellas comencé a aullar una y varias veces, cuando de repente otro aullido que venía de la montaña me responde, luego otro y otro, cada vez más lejanos. Era una manada.
Cuando la noche clareaba y despuntaban la primeras luces mortecinas del alba el viejo me dijo, salta, corre, vuela y únete a la manada que te espera. Me alegró que me dijera lo que yo ya estaba dispuesto a hacer, pues me hubiera sabido mal hacer lo que mi instinto me inspiraba sin despedirme del viejo pescador, ya que yo no podía hablar, pero nuestras miradas acordaron lo evidente. Salté de la barca, corrí, subí, trepé, y cuando llegué a un alto desde el que se divisaba la bahía me volví para dedicarle al viejo un aullido de despedida. Mirando al amanecer vi como la barca volaba hacia el sol naciente, cada vez más pequeñita, sola y vacía; en la bahía el viejo se mecía plácidamente en el agua desnudo como un pez, “con las palmas abiertas y la cara hacia polo”.
Y aquí comienza una segunda vida para mí, ¿o es una tercera? acogido en la manada de las montañas nevadas.
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